martes, 12 de diciembre de 2017

«Ya no quedan junglas adonde regresar», de Carlos Augusto Casas. Reseña.

En esta novela pasan cosas.

Esperanzadoras.

Por ejemplo: hay un viejo de setenta y dos años que pilota un Boeing 747, con destino a Nueva York, mirándose en los ojos azules de una puta rusa de la calle Montera de Madrid, todo ello por cuarenta euros y sin moverse de la mesa de un restaurante japonés.

En este relato pasan cosas.

Muy chungas.

Por ejemplo: que a algunos malnacidos que andan sueltos por el mundo se les acaba el tiempo y con él la vida, porque hay un viejo de setenta y dos años que ya no puede volar todos los jueves a Nueva York mirándose en los ojos azules de su puta rusa porque se la han matado y el abuelo ha decidido limpiar la ciudad de unos cuantos indeseables.

En «Ya no quedan junglas adonde regresar», de Carlos Augusto Casas, hay policías.

Con muy mala leche.

Por ejemplo: hay una inspectora a la que el tiempo y el vodka le han enseñado que sólo siendo una hija de puta se pueden arreglar las cosas.

En este libro hay diálogos.

Del mejor clásico género negro.

Por ejemplo:

—No sabía que eras un sentimental, Puertas.

—Soy como la roña. Me ablando con los líquidos —dijo el inspector dando otro trago.

En esta novela se ejecuta una venganza.

¿Por qué?

Porque el lector se implica tanto en el relato que lo está pidiendo a gritos.

Con este relato pasa el tiempo volando.

¿Por qué?

Porque el ritmo de la trama se agarra a las entrañas del lector hasta dejarlo en apnea.

Porque Carlos Augusto Casas escribe como un maestro del género.

Porque ha escrito una novela que es una mezcla de hard boiled y enigma.

No lo he dicho yo, pero estoy de acuerdo.

Lo dice Julián Ibáñez.

En el prólogo.

¿Qué más queréis?

Pues a por ella.

A por otra, Carlos.

Queremos más.


lunes, 4 de diciembre de 2017

«Mal trago», de Carlos Bassas del Rey. Reseña.

¿Quién coño, y para qué, secuestra a un niño de diez años, hijo de un muerto de hambre? ¿A qué zumbado se le ocurre secuestrar a un crío, matarlo, vestirlo de primera comunión y meterlo dentro de la caja fuerte del despacho de un edificio en ruinas? Qué pretende este mal nacido si el padre ni siquiera puede pagar a su hijo el billete de autobús hasta el colegio?

Es así como comienza y se presenta la gran incógnita a resolver de esta tercera entrega protagonizada por el inspector Herodoto Corominas, un policía cabal, gruñón, poco sutil, complejo y con unos follones personales que se multiplican y entrelazan a la perfección con la trama principal para aportar matices y dimensión al personaje. Por cierto, en este relato se nos desvela uno de los rincones más oscuros del inspector. Un rincón, lleno de paz, al que el policía se retira cuando la última gota hace rebosar el vaso y en su cabeza se produce un cortocircuito. Es entonces cuando aparece el monstruo de la mala hostia que no se detiene ante nada con tal de obtener un dato del hijo de puta que tiene delante y se está riendo de todos. Carlos Bassas enriquece el diseño del personaje añadiendo aquí y allá algunas dosis de retranca, como la que muestra el policía en una escena en la que se encuentra dentro de un garito de música latina cuando le llega la letra de una canción:

«Me tomé dos tragos y me subieron la nota, sintiendo cómo mueves esa nalgota. Báilame, no, no te detengas, aprovéchame».

«Puro Gabo», piensa el inspector.

Carlos Bassas del Rey compone en este «Mal trago» una trama que se complica conforme avanzamos en la narración. Su prosa madura con cada entrega de la serie y sigue siendo precisa, lacónica y sobria, al estilo de los clásicos más veteranos de este país, y nos conduce como corderitos ansiosos hasta un final que lo parece pero no lo es.

Y no digo más porque destriparía la novela y Carlos Bassas sabe artes marciales y me arrea, y, aunque yo también domino alguna, estoy muy mayor para defenderme a base de patadas voladoras, a lo sumo me defendería con patadas a los tobillos, llamadas técnicamente de vuelo rasante.

Esta novela es muy buena, leedla. Ya.

Un placer, Carlos.


martes, 28 de noviembre de 2017

El detective Carmelo (14). Si eres muy feo te pueden disparar.

Nota del Autor: Si no sabéis quién es el Feo, os recomiendo que leáis el capitulo «El caso del feo que buscaba novia».


La llamada me cogió por sorpresa. Por doble sorpresa. Por un lado, que a mí me llame una moza ya es para montar una verbena, la otra sorpresa era el objeto de la llamada.

—Carmelo, soy la Berta. El Feo ha muerto y necesito tus servicios para que investigues su fallecimiento.

Me quedé unos instantes bloqueado procesando la información que me acababa de entrar por la oreja.

—¿Estás segura?

—Estoy segura: uno, de que soy la Berta, la puta que tú conoces; dos, de que el Feo, el que te hizo el encargo de que le buscases novia, ha muerto, y tres, de que necesito que investigues las circunstancias de su muerte.

—Ya sabes que ahora no estoy por allá, que me tuve que exilar…

—Pues te vienes para acá si quieres ganarte unos cuartos. Y corta el rollo ese de refugiado político.

—Vale, vale, no te enfades. ¿Y para qué quieres que investigue la muerte del Rober Refor?

—Después de que te acojonaras y te largaras, nos hicimos pareja de hecho. El tío estaba forrado. Si la muerte ha sido un accidente laboral podré cobrar un seguro. Entre eso y la herencia me retiro del oficio.

—Si te retiras, el oficio perderá un pilar fundamental de su historia, Berta.

—Vete a la mierda, que no estoy de humor para flores. ¿Vas a venir o no?

—Claro, claro, Berta. Me pongo en camino. Por cierto, ¿a qué se dedicaba el difunto?

—Era buscador profesional de caracoles serranos. Tienes que demostrar que estaba en el tajo cuando le dispararon.

—¿Le dispararon?

—Un cazador. El hombre jura que fue un accidente. De hecho lo han absuelto en el juicio.

Hasta ese día no tenía ni idea de que existiese la profesión de buscador de caracoles serranos, pero, claro, yo no estoy muy al día en esto de las nuevas profesiones. Pensé que debía de ser algún módulo de la rama agrícola. O ganadera.

Tras unos minutos de reflexionar sobre mi nuevo caso y de preguntarme si las jirafas tendrían dolor de cervicales o no, tomé una decisión: muerto el objeto de mi fuga ya no había peligro de que me apiolara, aunque, a tenor de lo que me había contado la Berta, nunca había existido. Nada me ataba a Madrid y al barrio de Lavapiés. Soy un detective de provincias y tanta multiculturalidad me abruma. Reuní mis pertenencias en un par de maletas, liquidé el alquiler con mi casero paquistaní y me abrí paso como pude hasta donde tenía aparcado el coche. Mi viejo despacho provinciano me esperaba. Los casos serían menos espectaculares, pero más tranquilos.

Me costó salir del barrio. La culpa la tuvieron dos manifestaciones opuestas que se enfrentaron a la altura del café Barbieri. Una era de senegaleses que apoyaban la independencia de Cataluña pero sin Puigdemont. «Este hombre no nos representa», rezaba en una gran pancarta con su foto. He de reconocer que sentí cierta curiosidad por saber quién sería el afortunado catalán que representara los intereses de los negratas de rabo largo. La otra manifestación era de paquistaníes que querían al monasterio de Montserrat y a Reus fuera de la declaración de independencia. Cada vez entendía menos.

Una vez instalado en mi antiguo despacho me di cuenta de que no tenía ni idea de cómo demostrar que el Feo estaba trabajando cuando se lo cepillaron, pero uno tiene sus recursos. Mi amigo Manolo, más de campo que una bellota con boina, me sacó de dudas:

—Si cuando le dispararon estaba agachado, en una zona de monte bajo, con abundante tomillo y romero, al calorcito que genera el sol después de una fina lluvia primaveral, entonces y sólo entonces, estaba cogiendo caracoles serranos.

Tan sólo me quedaba hablar con el autor de los disparos, el cazador de gatillo fácil.

—Mire, yo no sé lo que estaba haciendo, yo sólo ví un bulto grisáceo moviéndose por entre los romeros y disparé.

—¿Usted dispara a todo lo que se mueve?

—Escuche, buen hombre, era tarde, no había cazado nada, me acababa de comprar una escopeta nueva, ¿usted sabe lo que vale una escopeta? ¿Usted sabe lo que valen los cartuchos? No, no lo sabe, pero mi mujer sí, y si me presento en casa sin nada después de todo el gasto…, usted no sabe cómo se pone mi parienta cuando no llevo nada a casa.

—¿Había llovido?

—Sí, había caído una fina lluvia de primavera. Oiga, no piense que soy un desalmado, ¿usted conocía al muerto?

—Más o menos.

—Pues imagínese la escena: el fulano agachado, sin camisa, en pantalón corto, yo sólo le veía el lomo, en esto que levanta la cabeza y me mira. Disparé, no lo dudé, pensé que era un jabalí. Hay personas tan feas que las sueltas en pelotas por el monte y ningún biólogo es capaz de adivinar qué clase de bichos son.

—Le comprendo, le comprendo.

El caso estaba resuelto. Días después, la Berta se presentó en mi despacho para pagarme y, como siempre, aproveché la ocasión para intentar solucionar mis eternos problemas que habitan al sur del ombligo.

—Me puedes pagar en carne, si quieres, Berta.

—Llegas tarde. Acabo de retirarme. Ahora soy una mujer decente y no eres mi tipo.

—¡Ea, qué le vamos a hacer! Dime una cosa, Berta, ¿además de dinero, el engendro tenía alguna cualidad oculta?

—Era divertido, Carmelo. Contaba unos chistes cojonudos. Eso siempre funciona con nosotras y tú eres muy soso.

—Si tú lo dices…

Al marcharse la Berta me quedé rumiando mis desdichas. Pero soy hombre de decisiones y pensé, y pensé, y pensé. Y después de mucho pensar me pregunté: «¿Habrá cursos de contar chistes para sosos? ¿Asociaciones de sosos anónimos? Dejé de pensar. Me estaba empezando a doler la cabeza.




martes, 21 de noviembre de 2017

«El baile de los penitentes», de Francisco Bescós. Reseña.

¿Como se puede escribir una novela cuya acción transcurre en sólo tres días, en un pueblo de veinticinco mil habitantes y que la trama no parezca una capullada fantástica? La tarea parece difícil, porque yo, que vivo en una ciudad de similares características, cojo setenta y dos horas de mi felicísima villa y por mucha imaginación que le ponga no salen más que tres o cuatro gilipolleces costumbristas que no funcionan en una narración ni con todos los lectores borrachos. Pero, claro, yo no soy Paco Bescós, yo no manejo el lenguaje como este tipo que, además de escribir, es publicista y sabe enhebrar las palabras justas para, en una historia muy corta, tocarnos la fibra sensible que nos haga ponernos pedos con una determinada marca de cerveza o comprarnos el último modelo de teléfono del mercado.

La novela comienza con la parición del cadáver a medio enterrar de una niña perteneciente a uno de los dos clanes gitanos de la ciudad y su trama se desarrolla en los tres días centrales de la Semana Santa.

«El baile de los Penitentes», de Paco Bescós es un relato coral con diferentes hilos narrativos que convergen y encajan a la perfección en un final de traca. Sin embargo, hay un personaje que destaca poderosamente sobre el coro de penitentes: un extraño juego, el juego de los Borregos. Un engendro que se ejecuta sobre una mesa de billar y que en al noche del Viernes Santo reúne a todos los hombres adultos del pueblo. Un juego diabólico en el que los parroquianos del garito, sumergidos en un aire irrespirable por el humo y medio ahogados por el alcohol, se juegan hasta lo que no tienen. Solamente por el buen puñado de páginas que describen el juego y el ambientorro que lo rodea merece la pena leer esta novela.

Paco, ya sé que tu familia tiene que comer, pero deberías estirar tu tiempo y escribir más novelas como esta.

Nos lo debes.


viernes, 17 de noviembre de 2017

«Almoradiel Lee II». Reseña, a mi manera, de un festival singular.

Hay una lugar en la Mancha en el que los aviones de papel vuelan llenos de poemas. Existe un pueblo en la llanura manchega en el que vas pisando libros pintados sobre el asfalto de las calles. Es un pueblo pequeño, perdido en esa inmensa planicie que sintió en la tierra de sus caminos los cascos cansinos del jamelgo Rocinante, y en donde, una vez al año, se celebra un festival literario que acojona por su magnitud.

Del festival «Almoradiel Lee» tiene la culpa una mujer menuda, concentrada y sin embargo con una energía brutal. «Almoradiel Lee» nace de la rabia (sic) de la escritora Maribel Medina, de su indignación al comprobar que las gentes de este pequeño pueblo manchego leen libros. Y muchos. Coño, pues estupendo, ¿dónde está el problema? El problema era que los chavales del instituto y el club de lectura del pueblo no tenían poder de convocatoria para atraer a autores de renombre hasta Almoradiel. Y lo demandaban porque la gente de Almoradiel, en cuestión de literatura, siempre quiere más: quiere escuchar, hablar, oler, interactuar con sus autores favoritos.

Y es aquí, para desfacer este entuerto, cuando entra en escena Maribel Medina, y la bibliotecaria Pilar Pérez Muñoz, y la concejala de cultura Laura Sepúlveda Angulo, y los profes del IES Aldonza Lorenzo…, y, claro está, el alcalde Alberto Tostado. Un alcalde callado y discreto. Un alcalde atípico que no discursea ni se hace fotos a todas horas, que guarda humildemente su turno en la cola de firmas y que ni siquiera se presenta ante los autores como alcalde, tanto es así, que los autores se tienen que enterar por alguien que acaban de firmar un libro al alcalde. Un alcalde, en fin, que apoya, otorga y deja hacer a un equipo competente para que se construya cultura, algo que debería ser norma y, de tanto no serlo, nos parece una excepción.

Ha sido impresionante escuchar a Rosa Montero y Ramón Gener con Pilar Pérez Muñóz, a Lorenzo Silva y Alejandro Palomas con Carlos Bassas del Rey y a Toti Martínez de Lezea, David Llorente y Victor del Arbol con Maribel Medina. Ha sido una delicia asistir al recital poético de Laura Arnedo, a una noche de monólogos improvisados y a un concierto de la banda de la escuela de música local. Les he puesto voz, piel y olor a Maribel Medina, a Mónica Cillán y a Laura Muñoz Hermida y os aseguro que huelen muy bien. Pero, sobre todo, ha sido un descoloque ver el salón de actos de la Casa de Cultura de Almoradiel lleno a rebosar, todos los días, con la gente de este pueblo y de las localidades vecinas.

¿Os imagináis lo que pasaría si hubiese tan sólo un diez por ciento de mujeres con la iniciativa de Maribel Medina, Pilar Pérez Muñoz y Laura Sepúlveda Angulo? ¿Sois capaces de imaginar las cotas que alcanzaría la cultura de este país con un diez por ciento de alcaldes como Alberto Tostado? ¿Qué ocurriría si todo el mundo leyera lo que se lee en Almoradiel? ¿Qué pasaría si en todos los festivales literarios se vendiesen tantos libros como en «Almoradiel Lee»? Asusta, da vértigo imaginarlo porque ocurriría una auténtica revolución. A la revolución mediante la literatura. No quiero ponerme happyflowers, pero os aseguro que el mundo cambiaría. A mejor, claro está.

Mientras tanto, soñemos con «Almoradiel Lee III».


martes, 24 de octubre de 2017

«Manguis», de Paco Gómez Escribano. Reseña.

Un poli, corrupto, con más mala hostia que una manada de orcos y resentido porque el ascenso que esperaba se lo han dado a un colega pijo vestido de yupi, decide dar un palo para asegurarse una buena vida de jubilata. Para el robo se vale del capo del barrio, el Torre, que a su vez recluta al Rata, al Pitufo, al Cabezón, a la Rosi y a la Puri. Total: un yonqui, dos putas y otros dos que se meten lo que haga falta.

Estamos en Madrid, en el barrio de Canillejas, en el año 1972. La muerte del tío Paco se barrunta sobre un horizonte lleno de dudas y comienza un periodo que alguien bautizó como la «dictablanda». No hay coherencia: hoy se permite un concierto de Raimon y mañana te inflan a hostias por asistir a la proyección de «Amarcord» en un colegio mayor. Doy fe. Yo y mi despiste habitual andábamos por allí y me llevé alguna. En el setenta y dos yo tenía veintiún tacos, Paco Gómez Escribano, si las biografías no mienten, cinco añitos. La diferencia entre ambos, además de la edad, es que yo era un aprendiz de pijo, hijo de aldeanos con algunos posibles, que vivía en el barrio de Argüelles y Paco un chinorri de Canillejas que intentaba sobrevivir sin que lo hostiaran un día sí y otro también.
«—Ni se te ocurra acercarte allí, tío. Por esos barrios no se atreve a meterse ni la policía. Las calles están sin asfaltar, tío, y vas pisando jeringuillas por los descampados».

Estas frases y otras más truculentas se escuchaban por los bares de las facultades de la Complutense. Algunos pensábamos que eran leyendas urbanas, pero, por si las moscas, no se nos ocurría visitar aquellos pagos. Con alguna carrera delante de los grises ya teníamos cubierto nuestro cupo de emociones fuertes.

Y resulta que no, que de leyendas urbanas nada de nada, porque leyendo «Yonqui» y «Manguis» me he enterado, al cabo de los años, de lo que valía un peine por aquellos barrios.

Con «Manguis», Paco Gómez Escribano continúa perfilando el retrato de un barrio, su barrio, durante los primeros años de la década de los setenta. Y ese barrio, Canillejas, es el protagonista principal de esta tremenda novela escrita con sencillez, maestría y buena mano a través de unos personajes estrambóticos pero perfectamente verosímiles, porque el autor tiene oficio, es del barrio y tiene memoria. ¿Alguna garantía más para leer sí o sí este entretenido y revelador novelón?
Yo no os digo nada y con eso os lo digo todo.

¡Salud y birras, Paco!



martes, 29 de agosto de 2017

«Yo he visto cosas que vosotros no creeríais…». Reseña, a mi manera, del Cubelles Noir 2017.

Yo he visto cosas en el Cubelles Noir que vosotros no creeríais. He visto tambalearse un festival de novela negra, ponerse derecho y despegar a toda hostia hasta la estratosfera a pesar de la barbarie más atroz. He alucinado con el desdoblamiento de Charo González para organizar el desorden de un certamen tocado por la cinética del rayo de la muerte. He visto llenarse de gente hasta rebosar la sala de un centro social para escuchar historias de novela negra. He presenciado el tremendo encabronamiento de José Luis Muñoz con el terrorismo, sobre todo con el terrorismo de estado. He visto manadas de escritores sin ego deambulando por el festival y no parecían afectados por tamaña singularidad cuántica. He contemplado con asombro como un grupo de asistentes al certamen atacaban, sobre un asfalto en llamas, una barrica de vermut a palo seco y como llegaban vivos a la comida. He conocido a Cristina García Ferry, me he hecho una foto con ella y muchos de vosotros no. Jodeos. He asistido a una mesa de Rock & Roll & Noir con botellas de agua para los ponentes. He visto morir asesinado al subcomisario del festival, Agustí Argimón Ribas y a los pocos minutos saludarme con su formidable vitalidad y simpatía habituales. He degustado los estupendos mejillones del Quimet y me he chupado los dedos. Me he llenado de orgullo al ver que José Andres Espelt se dirigía a mi como si nos conociésemos de toda la vida. He visto brillar rayos C sobre el cristal de un vaso de agua sujeto por la mano de Paco Gómez Escribano. He observado atónito a varios organizadores y escritores haciendo el hooligan sobre la plataforma de entrega de premios mientras Nieves Abarca, tranquilamente, levantando la vista del móvil, pronunciaba su famosa expresión: «¡Campo de nabos!».

Todos estos momentos no se perderán en el tiempo, como lagrimas en la lluvia, porque los he grabado en un gran piedro que he enterrado en la ladera del cerro del castillo de mi pueblo, con el fin de hacerles la picha un lío a los futuros arqueólogos.

Es hora de vivir. ¡Larga vida al Cubelles Noir!

miércoles, 28 de junio de 2017

Crónica sentimental, muy personal y a mi manera, de los V Encuentros Bruma Negra de Plentzia.


Quito la llave de contacto y nuestro anciano Toyota emite un último resoplido. Han sido setecientos setenta kilómetros atravesando la llanura manchega y la meseta castellana bajo una especie de caldo seco y abrasador.

Salimos del fresco aire acondicionado del coche y el sol cantábrico nos recibe con un trallazo de luz oblicua a lomos de un aire caliente y húmedo. Hace un calor del copón.

—¿Pero no habíamos quedado que en el norte siempre llueve y hace fresco?
—Pues ya ves —me contesta mi prójima—, para que te fíes de los tópicos.

Poco después, ya instalados y refrigerados, nos recibe Juan Mari Barasorda, organizador del evento, con una calidez apabullante, sólo ha faltado el orfeón y las "majorettes". Es uno de los tipos más hospitalarios que he conocido. Sin solución de continuidad nos invita a unas cañas en el Uribe, nos entierra en datos, descripciones de lugares, croquis, mapas y rutas a realizar antes de que empiece el Bruma Negra. Como somos muy bien mandados, al día siguiente, ya con una climatología más de acuerdo con el tópico, lo hacemos todo sin rechistar y nos empapamos de la misteriosa niebla que envuelve el castillo de Butron, subimos las tropecientas escaleras de la pequeña península de San Juan de Gaztegulatxe y nos tomamos una copa en el pintoresco puerto de Armintza.
A lo largo de la jornada siguiente, van llegando los protagonistas del acontecimiento. Durante el desayuno saludamos a Ricardo Bosque y a su encantadora familia. Ricardo es la mano derecha, o izquierda, que yo en eso no me meto, en este evento, de Juan Mari Barasorda. Por cierto, ahí va una anécdota: Ricardo Bosque ha creído durante toda su vida que es rubio, pero en realidad es pelirrojo, como lo demuestra la escala Pantone de Colores Manchegos.

—Es entreveráico de rubio y pelirrojo, tirando más a pelirrojo —puntualiza mi señora.
—Amén, mi reina.

Y comienza el encuentro, y las charlas se suceden, y empezamos a empaparnos de la sabiduría vital que desprenden estos autores que a simple vista parecen personas normales y corrientes porque lo son, pero no lo son, ya que ven la vida de una manera diferente, su mirada es otra, es la mirada de quien crea y comparte con los demás esa creación. Desde los más bisoños, literariamente hablando, como pueden ser Susana Rodríguez, Elena Fernández, Javier Sagastiberri o Anton Arriola hasta el veterano de veteranos, Mariano Sánchez Soler, todos nos han aportado algo.

Y luego charlan, debaten y toman cañas con nosotros, y nos vamos a cenar con ellos, como si yo fuese un bloguero de verdad y no un mindundi, que amontona palabras toscamente a paladas, si me comparo con la gran Marta, la de Leer sin Prisa, la chica del pelo rojo a la que acabo de poner cara y sonrisa, esa mujer seria y profesional en sus crónicas y reseñas y cálida y amable con todos. Estamos encantados, y me siento desbordado y, por unos segundos, hasta importante entre tanta sabiduría literaria. Y después me ataca la sensación de que todo esto me viene grande porque a mi pobre y viejo cerebro de aldeano esta situación le satura, pero es una sensación pasajera porque una palmada en la espalda de Jon Arretxe, un «¡apa!» de Javier Sagastiberri, una broma de Carlos Bassas o una frase amable de Carmen Moreno me devuelven de nuevo al cielo. Y entro en una ola de añoradas emociones de juventud, de tiempos remotos en los que aún esperaba algo de de la vida, de cuando el mundo era mío y todavía creía en los dioses más antiguos.

Arrancamos. Nuestro viejo Toyota enfila el camino hacia casa. El motor no suena bien. Gruñe. Parece que el cacharro no quiere irse. Nosotros tampoco, pero todo es finito y la vida debe continuar. Echamos una última mirada a la bahía de Plentzia con la sensación agridulce de abandonar algo muy valioso. Sin embargo, pese a esta dualidad estoy contento y al cabo de unos kilómetros me doy cuenta del porqué: a pesar de mi desencanto crónico y a mi desconfianza hacia la especie humana, vuelvo a casa con una serie de sentimientos nuevos, con una colección de emociones por las cuales todavía merece la pena vivir en este puto planeta.

¿Cómo? ¿Que me ha quedado cursi? Pues os jodéis. Porque, por una vez y sin que sirva de precedente, es lo que siento y no sé transmitirlo de otra manera.

Hasta siempre, Bruma Negra.




miércoles, 26 de abril de 2017

El detective Carmelo (13). El abuelo infiel.

—Creo que mi marido me engaña.

La cacatúa que tenía sentada frente a mí debía tener más años que un bancal y más arrugas en la cara que una chaqueta de Adolfo Domínguez tras pasarle por encima una manada de búfalos. Había entrado en mi despacho acompañada del tintineo de pulseras y collares que colgaban de cualquier parte de su huesudo pellejo. Cuando, tras los saludos de rigor, me soltó la frase anterior, así, sin pestañear y mirándome a los ojos, empecé a pensar que a la abuela se le había ido la pinza a tomar por saco. No obstante, soy voluntarioso y una posible clienta es una posible pasta.


—¡Ejem…! Veamos, señora, ¿cuántos años tiene su marido?
—Los mismos que yo, ochenta y cinco, recién cumplidos.


Empecé a mirar a todas las paredes, ángulos, recovecos y objetos susceptibles de esconder una cámara oculta. Terminé pronto la inspección, mi cubil es pequeño, y en los escasos muebles no veía nada sospechoso.


—Vamos a ver, señora…, ¿con qué o con quién piensa que le engaña su marido?
—¿Cómo que con qué? ¡Nada de con qué! ¡Con otra mujer, y a buen seguro más joven que yo!

La abuela empezó a ponerse morada por momentos, su respiración se aceleró en un concierto de pitos y flautas. Corrí al grifo y le ofrecí un vaso de agua temiendo que le diera un jamacuco. Bebió unos sorbitos. Parecía un pavo deglutiendo un puñado de bellotas. Las arrugas del cuello subían y bajaban temblorosas y los pellejos de la cara se agitaban al ritmo de las gargantillas y los collares.

—Gracias, joven. Es que padezco del corazón, ¿sabe usted? Cualquier pequeño contratiempo me altera mucho. No se preocupe, ya pasó.
—De acuerdo, señora, perdone por la duda anterior. Veamos…, ¿en qué se basa usted para pensar que su marido le engaña con otra?
—Pues muy sencillo: porque desde hace una temporada no cumple como es debido con…, ¡ay señor, a mis años, las cosas que tiene contarle una a un extraño! —La señora compuso un gesto de coquetería y se ruborizó hasta el pelucón— ¡Vamos, que no me cumple como antes con el débito conyugal!

Llegados a este punto no sabía si reír o llorar. Si la vieja me estaba tomando el pelo era una actriz de puta madre. Hice un esfuerzo para que no se me notara la zozobra existencial que me invadía.

—¿Y no ha pensado ust…
—Mire, joven —me cortó la anciana—, esto que le estoy contando es muy vergonzoso para mi, perdone que le interrumpa, pero se lo tengo que contar todo de una vez porque si no me va a dar algo. Nosotros somos de costumbres fijas: lo hacemos todos los días de la semana, menos los domingos que descansamos. Como un reloj. Eso sí, con la luz apagada y sin cochinerías, como Dios manda, que somos muy devotos de toda la vida. Pero últimamente, mi marido que, al contrario que yo, goza de una salud de hierro, está como apático, como desganado, tanto es así que el jueves nada de nada. Los jueves me dice que está cansado, que no le apetece, y eso no es normal. Por eso sé que tiene una amante.
—Pues si lo sabe, ¿par qué me quiere a mí? —Lancé mi pregunta comodín por decir algo y porque todavía pensaba que me estaban gastando una broma.
—Porque quiero fotos, pruebas. Soy una mujer de posibles, de muchos posibles. Quiero desheredar a ese traidor antes de que me dé el último y definitivo infarto, aunque no sé si me va a dar tiempo, porque estoy segura de que me va a dar algo en cuanto vea las fotos de ese desgraciado refocilándose con alguna pelandusca.
Esta última aclaración disipó todas mis dudas. Los posibles, si son muchos, nunca vienen mal.
—Aquí tiene, joven —me tendió un sobre—, un adelanto para sus primeros gastos y una foto del traidor. Todos los días toma café a las once en la misma cafetería, los datos están en el dorso de la foto. Ha sido un placer. Espero sus noticias con impaciencia.
—No se preocupe señora, las tendrá.

Sin darme tiempo a reaccionar, la abuelastra se levantó y desapareció por la puerta. Miré el sobre. Además de la foto habían tres mil pavos. Visto lo visto, no tenía más remedio que aplicarle las tarifas del barrio de Salamanca.

Me asomé al balcón a tiempo de ver como como un gorilaco musculoso, enfundado en un traje negro impoluto, introducía delicadamente a la vejestoria en un mercedes más grande que un carro de combate. Los posibles eran ciertos.

No os voy a aburrir con el procedimiento, tan solo os diré que, el jueves, después de seguir al abuelete hasta un motel en las afueras de madrid, quiso la fortuna que este tuviese una estructura en forma de U. Tomé una habitación enfrente de la del abuelo y saqué las fotos de rigor en plena coyunda. Lo que me rompió todos los esquemas fue que, en vez de a una pava, el abuelo se beneficiaba, ¡y de qué manera!, a un efebo de unos veinte añitos, embistiéndole por la popa con gran brío y decisión.

Recogí mis bártulos junto con los palos del sombrajo y mientras me dirigía a mi despacho me dediqué a pensar en cómo solucionar el problema que se me avecinaba. Si le presentaba, así, sin más, las fotos de marras a la abuelita, el jamacuco lo tenía asegurado y un muerto en mi oficina no era una opción recomendable para añadir a mi currículo. La solución se me ocurrió cuando estaba llegando al barrio y me crucé con una ambulancia.

Llamé a la anciana y la cité para entregarle el informe. En cuanto entró en mi cubil la hice sentar y me disculpé apelando a una necesidad perentoria. Entré en el cuarto de baño y, mientras abría el grifo y accionaba la cisterna, llamé al ciento doce diciendo que tenía una urgencia cardiaca en mi bufete. Salí del aseo y me senté mirando fijamente a los ojos de la carcamal.

—Señora, he de decirle que la investigación ha sido ardua, compleja, intrincada, con múltiples aristas y recovecos. Han sido muchas horas de esperar con calma y pacientemente, de elegir los puntos de observación adecuados y aptos para una vigilancia rigurosa, precisa, exacta y acertada. Horas de…
—No hace falta que siga, joven, —me interrumpió la vieja—, no se preocupe. Entiendo que su trabajo ha sido duro y difícil y le será debidamente recompensado.
En ese momento comenzó a escucharse, a lo lejos, como música celestial para mis oídos, la sirena de la ambulancia, pero aún tenía que hacer tiempo.
—Gracias, señora, no esperaba menos de usted, pero he de incidir en que su marido es un hombre escurridizo y resbaloso como una anguila, como una culebra bañada en aceite de oliva virgen…
—Vale, joven, vale. —La abuelita me tendió un sobre—. ¿Le parece bien tres mil más?
—S…, sí…, claro. Pero…

La ambulancia atronaba en el portal. Aún tenía que ganar algo de tiempo, pero la anciana me arrebató el dosier y se puso a observar las fotos.

—Perfecto —dijo la abuela sin inmutarse—. Ha hecho usted un trabajo sensacional. Adiós, joven.

Y antes de que saliera de mi asombro, la anciana desapareció por la puerta como un payaso, con una sonrisa de oreja a oreja. De inmediato, la entrada de los sanitarios me pilló con una cara de gilipollas que ríase usted del rey de los gilipollas. El que parecía el médico me amenazó con un desfibrilador.

—¿Dónde está el enfermo? ¿Es usted?
—No, no. Yo no, era la anciana que acaba de salir…
—¿La anciana que nos hemos cruzado en la escalera y que iba riéndose a dentadura batiente? No me joda, señor. ¿Esto es una broma?
—No, no. Le aseguro que la anciana…
—Mire amigo —me amenazó el médico—, ¿sabía usted que las llamadas falsas al número de emergencias son penadas con una multa de las gordas?
—Oiga que esto no es una llamada falsa, que a esa señora estaba a punto de darle un infarto…
—¿Cómo lo sabe? ¿Es usted médico? ¿Es usted adivino?
—No, pero lo que le he contado le debería haber provocado un paro cardiaco…
—¿Cómo? ¿Se dedica usted a provocar infartos a abuelitas indefensas? Es usted un maniaco de lo peor…

El diálogo continuó unos minutos más, hasta que, a trancas y barrancas, pude desembrollar el asunto con los sanitarios para que no me metieran un puro. Una vez se fueron, me senté y el abatimiento se apoderó de mí como la cizaña se apodera de los campos de trigo dorados al sol de poniente, si me permitís la licencia poética. Tenía seis mil euracos más en mi bolsillo, descontando unos gastos mínimos y, sin embargo, no me sentía feliz porque la sensación de que me la habían metido doblada flotaba en el ambiente junto con el polvo que se desprendía de los muebles. Lo dejé estar y me dediqué a lo que mejor sé hacer: nada. No obstante, la sensación de que me habían tomado por el coño de la Bernarda persistió durante días.

Casi un mes después, leyendo una revista del corazón en el bar de abajo, llegó la respuesta a mis cavilaciones en forma de titular con foto:

«La millonaria Mamen Cotufa del Fresno, después de mas de sesenta años de matrimonio, se divorcia y se casa con el conocido donjuan Fito Bolsas Príapo».

En la foto, la abuelita, mi clienta, aparecía del brazo del tal Fito Bolsas, que no era otro que el amante al que porculeaba, no hacía ni un mes, el marido de la millonaria.

—¡La madre que parió a la abuela! —exclamé en voz alta ante el asombro de la concurrencia…


viernes, 24 de marzo de 2017

«Ultimatum», de Rafael Guerrero. Reseña.

Rafael Guerrero no se anda con tonterías: escribe una novela de detectives y se pone de protagonista. Con un par. Porque, vamos a ver, si uno es investigador y se pone a escribir una novela de detectives que debe parecer real por los cuatro costados, pues se coloca él mismo al frente de un encargo que también suene a verdadero y ya está.


La mayor parte de la trama se desarrolla en la Siria actual. Como es natural, por aquellos pagos puede pasar de todo: desde que un ataque con misiles te pille de lleno durante un seguimiento, hasta que tengas que mezclarte o desayunar con putas, espías triples, corresponsales de guerra, funcionarios corruptos, agentes de agencias que no existen y otros personajes difíciles de clasificar. Y en medio de este inquietante ajetreo, hay que joderse, se manifiestan las sempiternas burbujas de la chispa de la vida, esas burbujas, enlatadas en un bote rojiblanco, que son capaces de aparecer hasta en el último rincón del planeta.

Rafael Guerrero, y esto es sólo un pálpito personal, esconde más de lo que muestra en cuanto al comportamiento de su personaje. No digo yo que vaya por ahí con cachivaches mágicos que detectan el color de unas bragas a diez kilómetros, o que se entretenga repartiendo hostias como panes a los que intentan interferir sus investigaciones, no es eso. Ya sé que los investigadores privados españoles no tienen nada que ver con sus colegas protagonistas de los clásicos americanos. Pero me da la impresión de que el personaje Rafael Guerrero está algo contenido, aunque, por otro lado, es lo suficientemente cínico como para seguir soltando ironías y gracietas mientras le machacan el costado.

Además de todo lo anterior, la novela viene con un regalo añadido: se genera una tensión sexual no resuelta entre el detective y su bella guardaespaldas que te tiene en un sin vivir. A mi, esta tensión, me produjo mucha zozobra. Tanto es así, que en un momento de la lectura, la mujer que me lleva aguantando durante muchos años, me arreó un pescozón y me dijo:

—¡Deja de comerte las uñas, que se te va a quitar el hambre y luego te dejas la cena!

¿Cómo? ¿Que si se resuelve la tensión sexual? Pues no os lo pienso contar porque si os lo cuento, no leéis la novela, cabroncetes.

Si queréis pasar un buen rato leyendo cómo se desenvuelve un detective de verdad, bastante cínico, por cierto, en un conflicto internacional, no lo dudéis: esta es vuestra novela.

Un placer, Rafael.


miércoles, 1 de febrero de 2017

El detective Carmelo (12). El tamaño sí importa

Estaba nervioso. Cambiar de hábitat de la noche a la mañana, a pijo sacao y con la posibilidad de que un cliente insatisfecho me estuviese buscando para rajarme, no es moco de pavo (véase «El caso del feo»). Además, no me estaba aclimatando nada bien al entorno. Madrid es mucho Madrid y Lavapiés ni les cuento. Dicen que es un barrio multicultural. Yo sólo sé que cada vez que salgo a la calle me encuentro rodeado de un follón de mil pares de huevos. Aquí hay gente de cien mil leches y las pintas que llevan la mayoría no dan mucha tranquilidad. Que conste que no soy racista ni prejuicioso, pero en las pocas semanas que llevo por aquí, me han intentado timar varias veces y aún no estoy muy seguro de que no lo hayan conseguido.

Sumido andaba en estas cavilaciones, cuando llamaron a la puerta.

—¡Adelante!

Mi sorpresa fue mayúscula, porque el hombre que acababa de entrar en mi cubil era mi arrendador.

—Que yo recuerde le pagué la fianza y dos meses por adelantado —le dije a modo de saludo parapetándome tras la mesa.

—No, no se preocupe. Su alquiler está al día. He venido a verle porque necesito de sus servicios.

Respiré y me alegré, o al revés, no me acuerdo muy bien, pero esto no tiene mucha importancia. Lo que viene al caso es que mi arrendador era de origen indio de la India, no de los de Estados Unidos, que sólo faltaba que hubiese una colonia de apaches en Lavapiés, no jodamos.

Como les decía, mi casero era indio, pero de las primeras generaciones de indios nacidos en el barrio. Hablaba el castellano mejor que los madrileños y, según me dijo cuando me alquiló el despacho, era el dueño de los doce habitáculos que, junto con el restaurante de la planta baja, conformaban el edificio de cuatro plantas en donde nos encontrábamos. Hay que joderse, ahora resulta que por estos pagos los conejos disparan a los cazadores.

—Necesito que siga a mi mujer y me diga lo que hace cuando me ausento durante todo el día para buscar suministros para el restaurante —me dijo mirándome fijamente con su tercer ojo.

—¿Por?

—Porque sé que me engaña.

—Pues si lo sabe, ¿para qué me quiere a mi?

—Necesito pruebas, fotos o vídeos.

—¿Desde cuándo cree usted que le engaña?

—Desde hace tres jueves, más o menos. El jueves es el día que salgo a la compra para abastecer el restaurante durante el fin de semana.

En ese momento pensé que rutinas y cuernos van de la mano, pero no se lo dije, claro.

—¿Tiene usted una foto de su esposa?

—La tengo.

La fotografía era de cuerpo entero, ¡y qué cuerpo! Además tenía unos ojazos negros de los que te taladran como si nada y siguen mirando al de atrás y lo taladran también.

—¿Y para qué quiere las pruebas?

—Eso no es de su incumbencia, pero como me ha caído usted bien se lo diré: para poder acusarla formalmente de adúltera y lapidarla.

¿Lapidar a semejante bombón? ¡Menudo desperdicio! Es evidente que el tipo estaba cabreado de veras.

—La lapidación es un delito en este país, ni siquiera está penado el adulterio.

—¿Y quién le ha dicho a usted que a mi esposa la juzgarán en España? Nos iremos a nuestro país y será juzgada allá. En Pakistán es un delito muy grave adornar la frente del marido.

—¿Pakistán? ¿No son ustedes hindúes?

—¿Todavía no lo sabe? Todos los hindúes de Lavapiés somos Pakistaníes. Decimos que somos de la India para añadir exotismo.

—¡Vaya por Dios! Otro mito que se me derrumba.

—Pues no le veo muy compungido.

—Costras, conchas, caparazones que crea mi oficio…

—Menos cuento y póngase a la faena. Mañana es jueves y estaré todo el día por ahí, comprando viandas. Al tajo.

—Todavía no hemos hablado de mis honorarios…

—¿Le parece bien seis meses de alquiler?

—Me parecería bien si fuese en efectivo. No suelo cobrar en especie y tampoco sé si me gustará el barrio lo suficiente como para quedarme tanto tiempo. De momento tanta multiculturalidad me agobia bastante.

—Usted se lo pierde, porque entonces le pagaré en efectivo el equivalente a cinco meses.

—Hecho. La mitad ahora y el resto a la entrega de la película.

—De acuerdo, pero le voy a dar un consejo: vístase de otra manera y póngase algo en la cabeza si va a seguir a mi mujer. Un elefante pintado con rayas amarillas fluorescentes llamaría menos la atención que usted con esa pinta.

—Gracias por la sugerencia, pero en cuestión de disfraces me llaman Mortadelo.

—Usted verá. Mi esposa es muy lista.

—No se preocupe y váyase tranquilo. En unos días tendremos resultados.

Me quedé meditando un rato acerca de lo de pasar desapercibido en aquel barrio. Tenía huevos la cosa: pasar desapercibido en un sitio donde no llamaría la atención nada ni nadie. Después de unos minutos de indecisión se me hizo la luz: me encaminé hacia el Rastro y me compré una chupa roja de quinta mano que me pareció de señora, más que nada por los brillantitos que llevaba en la punta de los flecos, pero vaya usted a saber. Luego me hice con un estuche de violín con más golpes y arañazos que una maleta después de un vuelo low cost, un bote de gomina, un par de calcetines a rayas amarillas y negras, un berbiquí, unos tapasoles en forma de corazón para mis gafas y una pajarita roja. Lo siento, pero a la pajarita no renuncio, ea, es mi más genuina seña de identidad.

Al día siguiente me levanté temprano y me acicalé para la ocasión. Lo más complicado fue el peinado. Después de media hora y medio bote de gomina, conseguí formar una cresta muy convincente con los pocos pelos largos que pude reunir en el centro de mi trócola. Me puse la chupa, me doblé los bajos del pantalón para que se me vieran los calcetines a rayas, metí el berbiquí, la cámara y mi colonoscopio trucado en el estuche del violín y salí a la calle de esta guisa. Me aposté en una esquina cercana al restaurante del hindú, pakistaní o lo que cojones fuese. No tuve que esperar mucho, a la media hora, y poco después de que saliera el marido, la supuesta adúltera apareció por la puerta, se dirigió calle arriba y me dispuse a seguirla a una distancia prudencial.

He de decir que la moza se había vestido en concordancia con el barrio: llevaba un kurta con bordados tradicionales, ceñido y minifaldero que dejaba poco que imaginar. La tradición y la modernidad estaban fusionadas con tan gran acierto que merecían un seguimiento mas cercano. Me acerqué un poco más y fue un error. El vaivén de caderas empezó a ponerme de un romanticalentorro que pa qué las prisas. Menos mal que de pronto, un negro salió de un portal y con un rapidísimo tirón de brazo la hizo desaparecer en el interior.

Volví a mi estado natural y observé las ventanas del edificio hasta que vi al negrata aparecer por una y cerrarla. Al entrar en el portal me tropecé con un chino sonriente que parecía defender aquella fortaleza de fornicio.

—¿Dónde il tú?

—¿Tienes habitaciones para alquilar?

—Sí, tengo.

—¿Está libre la del segundo derecha?

—No. Tengo lible la del segundo izquielda.

—Me vale. ¿Puedo verla?

—Sí, tú podel vela. Men conmigo, men, men…

La habitación estaba desprovista de todo mobiliario. Hice un rápido barrido con la orejas y me acerqué a una de las paredes. Efectivamente, los gemidos de la prójima se escuchaban con claridad acompañados por los «ñigu-ñigu» del somier y algún que otro graznido de su acompañante.

No necesitaba más pistas. Rápidamente inicié la negociación con el chino.

—Óyeme, Chan Chan, ¿cuánto me cobrarías por alquilarme esta habitación solamente hoy?

—Mínimo un mes y me llamo Pepe.

—Sólo la necesito para hoy. Un día.

—¿Tú quelel muebles?

—No, no quiero muebles. La quiero así, como está.

—Yo tenel dos sillones cojonudo, ¿tu quelel?

—¡Que no, que no quiero nada!

—¿No quelel una cama plegable?


—¡Hostias, que no, que no necesito nada de nada!

—Cualquiel cosa que se te ocula, tú pedil. ¿Segulo que tú no quelel nada?


—¡¡¡Me cago en san Pito Pato Berenjeno!!! ¡Pues mira, sí, sí que quiero algo!

—Tú pedil.

—¡Quiero echar cinco polvos seguidos sin sacarla! —Perdón, señoras y señores, se me fue la pinza y me puse un poco cipotudo—. ¡Y después, que aún me queden fuerzas para correrte a pollazos por todo el barrio, amarillo cansino de los cojones!

—Yo tlaigo tahilandesa que hacelte lo que tú quelel y luego el malido cole delante de tú y tú dal con polla. No ploblema.

Llegados a este punto tuve que reconocer que el puto chino tenía recursos. Me armé de paciencia.

—No quiero nada, ¿vale? ¿Me entiendes? NA-DA. Sólo quiero que me alquiles este apartamento tal y como está, VA-CÍ-O, por un día, hoy mismo.

—¿Pala qué quelel un día sólo?

Miré al techo mordiéndome la lengua.

—¡Voy a secuestrar al ministro de Interior para exigir la derogación de la ley Mordaza a cambio de su liberación!

—De acueldo, pelo tu no cochinada. Si el ministlo manchal de sangle, vómito, mielda u olines, tú limpial.

En aquel momento y después de semejante respuesta, ya no sabía qué pensar del chino. De perdidos al río, mejor seguir con el cachondeo:

—No te preocupes, te dejaré esto tan limpio que ni el CSI encontrará huellas.

—¿Qué sel CSI?

—Nada, déjalo, era una broma.

—Vale. Un día, tlesciento pavo.

—¡No me jodas, Chin Pon! Te doy cien.

—Ciento cincuenta y me llamo Manolo.

—¿Manolo? Hace un momento te llamabas Pepe.

—Hace un momento tú llamalme Chan Chan.

—Bueno, vale, dejémoslo en ciento cincuenta. Toma y lárgate.

—Vale.

En cuanto el chino desapareció, saqué el berbiquí del estuche de violín y, con mucho cuidado, hice un agujero en el tabique que lindaba con los amantes. Después introduje la punta del colonoscopio por el agujero y conecté la cámara al otro extremo. Moví con cuidado el cable hasta que la lente de su extremo me ofreció un buen encuadre de la escena del delito. No podía dar crédito a lo que estaba viendo: el negro tenía un rabo que no se lo merecía nadie que pudiese llamarse humano. Perdónenme, señoras, pero eso que siempre pregonan de que el tamaño no importa es música para la galería, una mentira piadosa para que no nos acomplejemos los que poseemos la herramienta de la risa de tamaño estándar tirando hacia abajo. Eso sí, tengo que admitir que a la esposa de mi casero, por los gemidos y su expresión gozosa, no le importaba el tamaño siempre que no disminuyera, claro está.

El contador de tiempo de la cámara me indicaba que ya tenía suficiente película. Desmonté la cámara del colonoscopio y me la guardé en el bolsillo. Tiré del fino tubo flexible hasta que apareció la lente colocada en su extremo, lo guardé todo en el estuche del violín, salí a la calle y esperé.

Al cabo de un buen rato, los amantes salieron uno detrás de otro y se fueron en opuestas direcciones. Durante la espera había maquinado un plan: no me apetecía imaginarme a semejante belleza apedreada hasta la muerte. Rápidamente, seguí a la adúltera y me puse a su altura.

—Tenemos que hablar.

—¿Quién es usted? ¿Qué quiere?

—Tu verdugo o tu salvador. Tú eliges. Mira.

Le enseñé la cámara y se acercó a mi para ver la película en el visor. Hay que joderse, a pesar del copioso fornicio, todavía olía a jazmín. En cuanto vio las primeras secuencias comenzó a llorar y me miró implorante.

—¡No, por favor, mi marido no puede ver esto! ¡Me matará!

—¡Calma, calma, no te preocupes, tengo un plan! Ven conmigo.

Rápidamente la conduje hasta una academia taller de punto y ganchillo que había visto hace unos días y que no quedaba muy lejos de donde nos encontrábamos. La matriculé dos meses en punto de agujas. Advertí a la dueña que la fecha del primer recibo debía de ser la del primer día del mes corriente que estaba a punto de terminar y que si alguien preguntaba, la moza había acudido puntualmente todos los jueves del mes.

La moza comenzó a trapichear con las agujas. No tenía ni puta idea. Saqué unos primeros planos de las manos de una alumna aventajada y filmé a la adúltera con un bonito jersey jacquard, de otra alumna, que estaba casi terminado.

Ya de regreso hacia el restaurante le conminé a la moza:

—A tu marido le enseñaré la grabación del taller y le diré que estás aprendiendo punto para regalarle un jersey, pero debes ser más cuidadosa de ahora en adelante. Si tu marido no pica y contrata a otro, estás perdida.

—¡Gracias, pídeme lo que quieras!

—No es nada, mujer. Tu belleza lo merece.

—Pero permíteme al menos que te recompense, el próximo jueves, en vez de acostarme con Mamadou lo haga contigo. Vives arriba del restaurante, ¿no?

—Mujer, si insistes…

—Hasta el jueves.

Se despidió con un ligero roce de sus labios pecadores con los míos. He de reconocer, y aunque esté feo señalar, que se me puso como la garganta de un cantaor de flamenco. Lo siento, señoras y señores, pero es que no encuentro otro símil más sutil para describir lo que me pasa por allá abajo, qué le vamos a hacer.

—Su mujer es una santa y usted es un mal pensado.

Mi cliente observaba asombrado en mi televisor cómo su casta esposa tejía un precioso jersey lleno de primorosos rombos y cenefas en zigzag. Cuando la película acabó sus ojos estaban empañados. Me abrazó llorando.

—¡Gracias por abrirme los ojos! ¡Qué equivocado estaba!

Me pagó el resto de lo convenido y se fue. Me froté las manos. Ahora sólo quedaba esperar al jueves para recoger la recompensa más esperada. Por fin había terminado un caso sin incidentes a mi favor. La mala suerte se alejaba, los pajaritos cantaban y las nubes se levantaban sobre un horizonte soleado. Un paisaje radiante lo inundaba todo con su luz tamizada de iridiscentes colores y tal. La fortuna por fin me sonreía.

Y llegó el jueves. Estaba más nervioso que un adolescente con granos en su primera cita. Me había vestido para la ocasión, tal y como ella me había conocido, y mi cresta de cuatro pelos lucía enhiesta y lozana. Miré hacia abajo y le conminé a mi bisectriz:

—Pórtate bien y no me dejes en mal lugar.

La puerta se abrió y apareció mi indemnización con otro kurta corto, muy corto, valga la cacofonía. En cuanto me abrazó me puse burraco y medio, para qué vamos a andarnos con largas descripciones. Cuando se quitó el kurta y se quedó en bragas, yo ya estaba en pelotas luciendo todo mi esplendor. Y ahí comenzó mi desgracia: la hindú conformó con sus morritos una "o" muy cuca para pasar a estallar en carcajadas convulsas. Mientras se reía, la muy cabrona, señalaba hacia la que yo creía mi virilidad más apuesta, la cual, sintiéndose ofendida, se retiró a sus aposentos convirtiéndose en apenas un gusanito sin fuste ni gracia alguna. Yo estaba tan agilipollado que no sabía que hacer, si reír con ella o llorar sobre su hombro.

Cuando quise reaccionar, se había vestido y sus carcajadas resonaban perdiéndose por la escalera. Yo, mohíno, desencantado, en bolas y con mi cresta engominada, me senté en el borde de la mesa y me puse a cavilar sobre el devenir del hombre y su relevancia en el cosmos…