martes, 1 de marzo de 2016

El detective Carmelo (6). La rubia de Albacete.

La atmósfera del garito estaba alcanzando el punto de ebullición. La ventilación de aquel antro había funcionado por última vez el año de la circuncisión de san Telesforo y el ambiente no era precisamente de cinco estrellas: una barra, cuatro mesas y veinte garrulos medio beodos dando saltos en una pista de baile del tamaño de un sello de correos no son para tirar cohetes. Era un tugurio con menos luz que un candil de postguerra y un ruido atronador, que recordaba vagamente a una música pedorrera, me maltrataba las orejas con poca o nula misericordia. Estoy acostumbrado a moverme por entornos más selectos, pero las copas eran baratas y yo andaba corto de efectivo, no sé si me comprenden. Me acabé el segundo pelotazo y al dejar el vaso, la rubia se me hizo visible por el otro extremo de la barra. 
Puede que fuera el rielar del ambiente o que lo imaginé, pero creí ver que me guiñaba un ojo. Yo con poco voy y los que me conocen bien saben que cuando me pongo burro me da por la poética, así es que me acerqué a ella y le dije: 
—Muñeca, estaba escrito en las estrellas. Por fin nos hemos encontrado. Es evidente que estamos hechos el uno para el otro. Y para culminar esta feliz coincidencia, tengo que darte lo que me sobra para que tú lo encajes por donde te falta. 
—¡Veste a la mierda, tontolpijo, a mi no me farta de na! 
Tuvimos que dejarlo, no pudo ser. Por el acento y la sintaxis adiviné que la rubia era de Albacete y yo no puedo tener tratos con gente de esa zona. Hace años que me buscan por aquellas tierras debido a un asunto bastante turbio. Estuve investigando un caso de robo de lonas de vendimia para remolques de alta gama. Por un error judicial los chorizos se fueron de rositas y desde entonces, a lo largo y ancho de la llanura manchega, hay carteles poniendo precio a mi cabeza.