lunes, 19 de octubre de 2015

«La canción del siciliano», de Cristina Amanda Tur (CAT). Reseña

Removido, no agitado.

Durante mi época de barman, hace muchos años, allá por el Pleistoceno Medio, el encargado y profesor de hostelería del pub donde anduve trabajando una temporada, me enseñó cómo preparar correctamente el martini cóctel. Este hombre, además de en las proporciones exactas de ginebra y martini seco, insistía, sobre todo, en que el combinado debía prepararse en el vaso mezclador, removiéndolo con sumo cuidado, nunca agitándolo en la coctelera. «Todo lo contrario a lo que dice en sus películas ese gilipollas engreído de James Bond, que no entiende una puta mierda de cócteles», solía decir.
Todo esto viene al caso porque esa es la sensación que me ha quedado al terminar «La canción del siciliano». En este relato todo está dosificado en la proporción correcta y los ingredientes ensamblados cuidadosamente, sin agitación.
La novela se desarrolla a caballo entre la isla de Ibiza y la de Sicilia y la acción gira en torno al asesinato en una calle ibicenca de uno de los guardaespaldas del inquietante Sacha, marchante de arte y pariente de un capo de la Mafia siciliana. El policía Ariel, jefe del equipo contra el Crimen Organizado, investiga el crimen y desconfía de las intenciones de Sacha porque sabe muy bien que la Mafia no perdona y teme un ajuste de cuentas. Y en medio de los dos está Rebelene,  periodista, amiga y confidente del policía, pero que se siente atraída por el bello e intrigante italiano. 
Se nota que Cristina Amanda Tur escribe de lo que sabe, no en vano es criminóloga, periodista e ibicenca y en este relato dosifica y mezcla sabiamente los ingredientes: el desarrollo de la trama de ficción con unas gotas de historia de la Mafia Siciliana. Todo ello mezclado en la proporción correcta y removido, no agitado.

Un placer, Cristina.


martes, 13 de octubre de 2015

El detective Carmelo (III). Soy un tipo duro.

El tipejo del extremo de la barra me estaba cargando de mal café. Recorría las curvas de la camarera con ojos de comadreja libidinosa y además babeaba. No tenía ni media hostia. Para más inri, Susana, la camarera, era mi amiga. Me calenté, me dirigí hacia él y le comenté:
—Mira, gilipollas, hoy no es tu día de suerte, estás en el sitio equivocado a la hora más inoportuna y además te has encontrado con el tipo menos indicado. Ese tipo, por si no te habías dado cuenta, soy yo. Tengo muy mala leche, ¿sabes? Me como las ratas de alcantarilla vivas, cago clavos oxidados, meo cristales rotos y sobreviví al infierno de la mili en el Regimiento de Caballería Sagunto 7, en Sevilla, el año que legalizaron el Partido Comunista. No me asusta nada. Lárgate a cascártela a otro lado antes de que me haga un cuadro expresionista con tu jeta.

Me desperté en el suelo con la nariz rota y dos dientes de menos. Tengo que cambiar de oculista, no vi al guardaespaldas del tipejo. Medía dos metros, pesaba ciento veinte kilos y sólo tenía dos neuronas: la de cagar y la de repartir hostias. Aparte de eso, no estoy muy seguro de que Susana, la camarera, sea mi amiga. Creo recordar entre brumas que se meaba de risa mientras me zurraba el energúmeno.